miércoles, 17 de agosto de 2011

Crisis global

Coletazos de la crisis
Los Monumentos son indigeribles
Los efectos de la crisis se sienten en todo el globo y motivan resistencia a las políticas dispuestas para frenarla. La opulencia de la civilización occidental fue edificada en la miseria de la periferia y en el expolio indiscriminado de sus recursos.
Los países centrales sufren crisis y estallidos que años atrás forzaron en nuestra región.
Foto: Archivo
Por Diego Ghersi | Desde la Redacción de APAS
15|08|2011



Las noticias que llegan desde Londres conforman un argumento caótico digno de la ciencia ficción. El argumento principal fluctúa entre dos proposiciones: o se trata de delincuentes que aprovechan una eventualidad para dedicarse al saqueo; o se trata de malestar social derivado de una política de ajustes que socializa pérdidas y privatiza ganancias, con dosis de racismo y odio de clasesincluidas.

Obviamente, la gente que secunda al Premier británico David Cameron se aferra a la primera opción y reacciona con policías en la calle. Reconocer lo contrario sería pedirles un esfuerzo intelectual que cae fuera de sus posibilidades. Desde el gobierno, el problema parece resumirse a la conveniencia o no de usar cañones de agua o balas de goma, y en culpar a Twitter y BlackBerry de ser funcionales a la protesta.

Tanto es así, que el Comisionado Adjunto de la Policía Londinense, Steve Kavanagh, sostuvo que consideraría detener a los usuarios de Twitter que inciten a la violencia. También se alimenta esa ilusión con los reportes de usuarios de BlackBerry que dijeron haber recibido mensajes instantáneos sugiriendo lugares para futuros disturbios.

Ambas afirmaciones desvían la atención del tema principal: los problemas sociales de base. Esto queda al desnudo a través del criminólogo de la Universidad de Londres, Chris Greer, al sintetizar: "Yo no creo que los teléfonos inteligentes hayan tenido algún impacto en la motivación de la protesta"

Desde los medios de comunicación hegemónicos nadie parece cuestionar la artificialidad de reprimir la protesta. Como si fuera algo normal, nadie -intencionadamente nadie- advierte que reprimir no es salida y desde hace tiempo tampoco es opción. Reprimir es el último recurso del incompetente convencido de que los pueblos soportan la miseria sin límites. Reprimir es imponer por la fuerza, incapacidad de contemplar opciones, ausencia de política y señal de caída libre. 

Esa posición frente a la represión de la protesta social es una señal de los nuevos tiempos. Mientras en la Argentina post Kosteky-Santillán (2002) la represión podría causar la caída de un gobierno, en el primer mundo es lícito apelar a ella, incluso mejor si se disfraza como delincuencia al malestar social. 

Desde 2008, las economías occidentales están en caída libre y los “expertos” coinciden en que la recuperación, si es que la hay, llevará años. Nadie parece asumir que el malestar social es consecuencia directa de las salidas de tipo monetarista y financiero implementadas para solucionar problemas estructurales que solo socializan perdidas y privatizan ganancias.

En efecto, la mudanza de los centros productivos de Occidente al Oriente para maximizar el lucro al amparo de leyes laborales más flexibles -fundamentalmente de mano de obra barata- han privado progresivamente de trabajo genuino a los centros productivos de Europa y Estados Unidos, precarizando las economías familiares. A eso debe sumarse la cercanía a las fuentes de materias primas de las cuales las naciones centrales adolecen.

La opulencia de la civilización occidental fue edificada en la miseria de la periferia y en el expolio indiscriminado de sus recursos. En ese escenario también fue fundamental la conquista militar como factor clave en la edificación del Imperio Cruzado. Así, las materias primas extraídas de la periferia por trabajadores esclavos o precarizados alimentaba la industria transnacionalizada de occidente que le suministraba valor agregado, fruto de manos mal pagas. Otra señal del cambio de los tiempos es que ya no se puede obrar impunemente con la misma comodidad.

El irracional ataque de Libia deja al descubierto las limitaciones del poder bélico europeo-norteamericano, porque los pueblos de la periferia se resisten a pagar las cuentas ajenas mientras que los pueblos centrales no quieren asumirlas y tampoco perder los privilegios a los que estaban acostumbrados. 

Frente a esto, los pueblos europeos empiezan a darse cuenta de que no pueden comerse sus monumentos, ni los tesoros de sus museos, fruto de los saqueos de sus expediciones de conquista. 

Los estadounidenses, a su vez, tampoco pueden comerse sus portaaviones, los egipcios se rebelan a dietas basadas en arena, y los chilenos a la histórica y desigual distribución de la riqueza nacional consolidada en los años de dictadura pinochetista que legitimó la entrega de los recursos primarios al capital extranjero.

Londres, antigua capital del Imperio Británico, es el símbolo del mundo que se tambalea porque la dinámica de los acontecimientos transforma en imposible su mera existencia. Lo que verdaderamente está sucediendo es que ya no se puede pagar un mundo artificial con el sufrimiento de pueblos extranjeros; y como los pueblos centrales no quieren hacerse cargo de ese sufrimiento, la cuenta queda sin pagar y la forma de vida consumista de la sociedad inglesa debe cortarse.

Mientras el primer David Cameron envía 16 mil policías a la calle para contener la “sugestiva avanzada de la delincuencia organizada”; en la otra punta del mundo el presidente de Chile, Sebastián Piñera, opone carabineros a los estudiantes para que no desnuden los pies de barro de las estadísticas que situaban al modelo chileno a un paso del primer mundo

En una Inglaterra donde la opulencia se publicita en cada boda real, la gente interpreta con poca paciencia que la política del recorte financia los banquetes de las casas reales de Europa.

En un Chile donde siete familias –incluida la de su presidente y la de los dueños de la prensa- concentran un patrimonio que es tres veces el PBI de Bolivia, se ha establecido una plutocracia que no responde a la necesidad del resto de la población.

Así, sólo la elite económica y social chilena tiene acceso a salud y a la educación de calidad, mientras una enorme fuerza de trabajo se ahoga en deudas y accede a magros servicios públicos que están entre los peores de América Latina.

Algo parecido puede decirse de Estados Unidos donde la plutocracia conservadora del Congreso Federal legisla para los sectores concentrados de la economía, recorta impuestos a los más ricos y financia el déficit de las cuentas con recortes en educación y salud. Washington repite la situación del medieval bosque de Sherwood, pero sin Robin Hood.

También merece decirse aquí que, cuando los defensores del “viejo orden” argentino se desgañitan azuzando el fantasma del peligro inherente al crecimiento militar chileno, ignoran que en Argentina el dinero necesario para pertrechos bélicos era más importante para la sustitución de importaciones, el desarrollo científico como inversión a mediano plazo, la asignación universal por hijo y el pago de la deuda con recursos propios, cuestiones que han puesto a la Argentina lejos –aunque no afuera- de un escenario complejo de crisis que se lleva puesto al mundo en Europa, Estados Unidos, Chile o el norte de África.

Parece evidente que el crecimiento mundial será traccionado en el futuro inmediato por los países de la periferia –países emergentes- en la medida de que estos, dueños de los recursos primarios, se industrialicen y saneen a sus sociedades. 

En ese nuevo contexto, Sudamérica y Asia ocupan un lugar preferencial. En particular nuestra región –que tecnológicamente está más atrasada- se encuentra mejor posicionada que Asia en la lucha por las conquistas sociales de los trabajadores. Sin embargo, en lo mediato, tanto China como India, o países como Corea e Indonesia, deberán abordar la problemática de la explotación laboral por presiones surgidas de sus mismos trabajadores.

Paralelamente, Sudamérica ha dado un paso político importantísimo para enfrentar la crisis. En efecto, la idea de “blindar” la región para escapar a los coletazos de la crisis mundial tiende a articular mecanismos financieros y productivos comunes que seguramente deben derivar en un desarrollo acelerado de la economía y de la infraestructura necesaria tanto en materia de comunicaciones como de energía.

Se trata de un mecanismo de asociación regional diferente al que dio origen a la Unión Europea (UE). Mientras que ese bloque intentó su unificación bajo ideas monetaristas, la UNASUR deberá hacerlo sobre cuestiones productivas que generen trabajo genuino, única forma de transformar la naturaleza en riqueza aprovechable. 

Con un mercado de 400 millones de ciudadanos, Sudamérica puede lograr un comercio interno que absorba un desarrollo propio acorde a su potencial, financiado con recursos también propios y al margen de otros mercados. Ese crecimiento controlado debería también repercutir en cuestiones ambientales y sociales.

En efecto, el control en el crecimiento de la economía permitirá administrar los recursos responsablemente y generará el trabajo que permita equilibrar las economías familiares de los trabajadores.

Hay en pugna dos modelos de vida. El que parece más propicio es aquel que se deriva del trabajo genuino, que genera bienes necesarios y crecimiento controlado fruto del trabajo respaldado en leyes sociales, dosificación en el uso de los recursos de base y la conciencia de que cuestiones como la salud o la educación no son mercancías al servicio de los que la puedan pagar.

El otro modelo está basado en la explotación de la plusvalía en sociedades exóticas, con crecimiento incontrolado para satisfacer el consumo irracional, sin cuidado del medio ambiente, con abuso de la violencia y transformando absolutamente todo lo que existe en mercancía sujeta a precio de mercado.
¿Usted cuál erigiría?

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